Baby Driver, la música como vehículo

Edgar Wright lleva al límite su concepción del cine como espectáculo agotador, estilizado y musical, con un filme tan festivo y hedonista como calculado en el aspecto formal.

Hay quien opina –como quien esto suscribe, y Edgar Wright, esta semana presentando Baby Driver– que conducir y escuchar música es todo uno. La larga y aburrida carretera se extiende ante ti, rutinaria, arrítmica, y la mejor opción para sobrellevar su tránsito es encender la radio. Y, claro, poner el volumen a tope, consiguiendo que a partir de entonces actos tan carentes de lírica como pisar el acelerador, pitar, mirar por el espejo retrovisor, cagarse en otros conductores, meterse sin querer en una autopista de peaje y cagarse en uno mismo, se vean provistos de un nuevo significado. No es sólo que la música te acompañe, a partir de entonces. Es que tú, ahora, conduces esa música.

El responsable de la trilogía del Cornetto no ha sido nunca ajeno a este placer. Sus (estupendas) películas, desde la inaugural Shaun of the Dead a la catártica Scott Pilgrim contra el mundo, parecen todas tener lugar dentro de un coche que atraviesa el desierto a toda velocidad, alentado por una música espídica. Da igual que, hasta la susodicha Scott Pilgrim, la banda sonora no acogiera una importancia tan rotunda; la propia narración, el montaje, la historia, se plegaba al ritmo de esta canción inagotable, y se impulsaba hacia adelante con un ademán vertiginoso, cocainómano. Uno puede salir cansado de las películas de Edgar Wright, pero las agujetas se superan volviendo a correr, así que necesitamos ver la próxima. Lo que se dice ya.

Uno puede salir cansado de las películas de Edgar Wright, pero las agujetas se superan volviendo a correr

En abierto contraste a esta delirante manera de hacer cine, el director británico acostumbra a dejar pasar un tiempo holgado entre película y película; desde su debut con la parodia de los zombis de cuyo título en español no quiero acordarme, hasta esta Baby Driver que se detiene derrapando frente a nuestras carteleras, han pasado nada menos que trece años y cinco películas. Eso, excluyendo la fallida Ant-Man que acabó terminando Peyton Reed, porque Marvel no quería que Edgar Wright hiciera una película de Edgar Wright.

Dicha biografía sólo ha de desembocar en la conclusión, forzosa, de que nuestro hombre prepara cada largometraje con total dedicación y mimo, y eso es algo que se nota en Baby Driver. La puesta en escena del filme protagonizado por Ansel Elgort está tan cuidada que extraer de ella la noción de “festín visual” se queda corto. Sobre todo, porque Baby Driver es una de esas películas que, no viniendo firmada ni por Quentin Tarantino ni por Martin Scorsese, exponen a las claras por qué a veces pueden conjugar tan bien la imagen fílmica y la banda sonora no original.

La puesta en escena está tan cuidada que decir “festín visual” se queda corto

La historia: Baby es un conductor de atracos que, debido a un accidente que sufrió durante su niñez y que le dejó sellado un doloroso zumbido en los oídos para el resto de su vida, ha de estar escuchando música constantemente. Una idea muy jugosa que, por un lado, provoca que el personaje tenga la necesidad de moverse a cada segundo al ritmo de esta música. Y, por otro, que la totalidad de la maquinaria cinematográfica –incluyendo montaje, guión, actuaciones– se pliegue igualmente a él, creando lo que vendría a ser en esencia un musical. El más molón que veremos en mucho tiempo, probablemente.

Asimilada esta naturaleza, Baby Driver se permite disculpar sus flaquezas en base del género canónico al que se adscribe como por sorpresa, dibujando personajes a dos trazos –siendo uno de ellos, por supuesto, esa excentricidad marca de la casa, tan poco reñida con el componente entrañable–, cosiendo historias de amor tontorronas a más no poder –como, sin ir más lejos, la mayor parte de las canciones de amor que nos echemos a la cara–, y manufacturando set pièces cuya absurdez y gratuidad ven disminuida su importancia a medida que el espectador afianza el disfrute en lo que está viendo. Edgar Wright no quiere otra cosa que hacer disfrutar mientras disfruta él, y lo logra sin el menor asomo de duda.

Edgar Wright no quiere hacer otra cosa que hacer disfrutar mientras disfruta él

Como también disfrutan los actores. Ansel Elgort cambia de marcha y ajusta la canción a la diégesis más adecuada que da gloria verlo, Lily James agota las existencias de candor interpretando a esa camarera a la que tanta pena le da que su nombre aparezca en tan pocas canciones, Jon Hamm vuelve a brillar como nunca había hecho desde Mad Men –y con un personaje que, al margen de lo siniestro y lo torvamente masculino, poco tiene que ver– y Kevin Spacey… Kevin Spacey a veces da más espectáculo de lo que la persecución más elaborada y aparatosa es capaz. Y además está divertidísimo.

Baby Driver, así pues, utiliza un boceto de argumento para que Edgar Wright explore hasta el final cómo de bien puede quedar una escena acompañada de un temazo, mientras se suceden los estallidos de violencia y los chistes destinados a ametrallar la cultura pop, y uno simplemente no puede creer lo bien que se lo está pasando con todo. Hasta que llegan los últimos diez minutos y, en lugar de una coda grandilocuente y épica, el ritmo y la capacidad de sorpresa decaen ostensiblemente, y la película se apaga con un lento, cadencioso, fade out.

Uno simplemente no puede creerse lo bien que se lo está pasando con todo

Una agridulce sensación que en nada estropea los numerosísimos logros de Baby Driver, y los argumentos para irle alzando preventivamente como la película del verano. Así como la obra que, en dura pugna con Scott Pilgrim contra el mundo, más y mejor justifica el estilo de Edgar Wright, y la suerte que tenemos todos de que sea él quien esté el volante.

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