Dumont expande su cosmos personal mediante un bizarro musical sobre la infancia de Juana de Arco, alcanzando la cumbre narrativa de su etapa artística
Desde el estreno en 2014 de su miniserie P’tit quiquin el director francés Bruno Dumont inició una etapa artística absolutamente indómita, donde asienta asincrónicamente historias en los pasajes costeros de Caláis. A la aclamada serie le siguió en 2016 el notable e histriónica análisis de la sociedad de época Ma Loute, que estuvo presente en la Sección Oficial de Cannes. Un año después llega a la Quincena de Realizadores la que supone, por ahora, la obra cumbre de este periodo: Jeannette, l’enfance de Jeanne d’Arc.
La osadía no es poca: narrar la infancia durante los inicios del siglo XV de la mayor heroína de la historia de Francia. Esto ya de por sí bastaría para recibir todo interés pero ahora piensen que lo que propone el artista francés es hacerlo mediante uno de los musicales en verso más bizarros que hayan visto en pantalla.
La película se divide en dos breves periodos comprendidos entre 1425 y 1428 encarando la recta final de la Guerra de los Cien Años y ambos resultarán claves para que la pequeña Jeannette, quien no soporta la dominación de los ingleses y el sufrimiento al que está siendo sometido el pueblo francés, tome la misión de liderar la resistencia. Si bien ambos periodos son de un marcada religiosidad, acorde a la hagiografía de Jeanne d’Arc, suponen dos escalones a subir tan distintos como decisivos para la protagonista: en el primero de ellos, la pequeña Jeannette tendrá que resolver su conflicto teológico-espiritual para recibir la misión divina de parte del arcángel San Miguel, Santa Margarita y Santa Catalina; en el segundo, tres años más tarde, se dará el proceso final de madurez, recordándonos su condición de joven humana, en el cual Jeanne estará preparada para abandonar su hogar y aceptar las responsabilidades adultas (en este caso la responsabilidad de la misión que le fue encomendada).
En Jeannette, Bruno Dumont toma muchísimas decisiones a nivel formal. La primera de ellas se encuentra en el campo del sonido. Su filme tiene una condición muy particular respecto de lo habitual en el género: el canto es sonido directo mientras que la base, que llega a tener toques de heavy-metal, es extradiegética…cuando lo habitual es que los musicales se elaboren mediante playbacks de las canciones ya pre-grabadas. Esta disonancia se hace todavía más evidente por el alto volumen de las pistas, haciendo que la voz de los actores no pueda apenas imponerse, vaya al límite, se ahogue. Más allá de la gamberrada, es un decisión narrativa fundamental y que refleja la frontera palabra-concepto; la incapacidad de la voz humana de expresar la totalidad, de las construcciones gramaticales de expresar el sentimiento, de las oraciones de llegar a Dios.
La segunda de ellas toma lugar en la elección de los cuerpos, algo esencial en el cine de Dumont, tendente en esta nueva etapa a la “infantilización” de los protagonistas: Jeanne d’Arc es interpretada por dos actrices, una por cada periodo, y la pequeña Lise Leplant Prudhomme dará paso a Jeanne Voisin, mientras que las gemelas Aline y Élise Charles (de los apenas cuatro adultos de un total de 13 actores) desdoblaran el cuerpo de la monja Madame Gervaise (detalle narrativo en relación al personaje de la obra original Le Mystèrie de la charité de Jeanne d’Arc) y representarán también a las monjas Santa Catalina y Santa Margarita, como si la presencia divina se presentara dentro del límite propio del ser humano, de aquello que conoce. A ello se le sumará una creación de coreografía marcadamente torpe y poco espectacular. Más allá del innegable factor cómico, los movimientos enraízan a los personajes y remarcan sus limitaciones, los hace terrenales y los aleja más de la grandeza y la divinidad. Distancia que se agrava en el propio plano comunicativo, haciendo que una niña de apenas ocho años cante y exprese en verso teatralizado dudas de una profundidad teológica que apenas entiende.
Las últimas decisiones fundamentales se hallan, cómo no, en el apartado visual. Jeannette es de un marcado minimalismo en el diseño de producción y el vestuario, con ropajes rudos y pobres y rodada prácticamente en su totalidad en unos pocos exteriores de la zona costera de Caláis, aquella donde Jeannette pasea a sus ovejas. Sin embargo, Dumont maximiza su narrativa visual como en quizá ningún otro filme anterior. Uno de los aspectos más trabajados es el cambio en el discurso visual entre las dos etapas de Jeannette.
Durante la primera de ellas, los colores de la naturaleza son mucho más intensos y los planos cortos se centran en la relación de la pequeña Jeannette con el entorno: la fuerza que emana de sus saltos en la arena o del agua que mueve al andar por el río poniéndose así en perspectiva la energía y determinación de ese cuerpecito que apenas alcanza el 1,40m. Por otro lado en la siguiente etapa, los colores se apagan y los planos detalle evidencian el deterioro físico, tanto de Jeannette con sus piés dolidos como de su entorno, subrayando la suciedad de las ovejas, dejando claro así que el tiempo apremia y la situación se recrudece y que la joven Jeannette tendrá que dar el siguiente paso en pos de la salvación de Francia. Ambas comparten, por supuesto, esos primeros planos faciales mientras cantan que referencian a la obra maestra de Carl T. Dreyer, La pasión de Juana Arco y suponen un poderoso contrapunto, como si liberasen mediante el canto, el sufrido y poderoso silencio de María Falconetti casi noventa años después.
Jeannette, l’enfance de Jeanne d’Arc es, por tanto, una gamberrada suprema, que hará las delicias de los que conecten con ella y no se les atragante su estilo, pero, ante todo, es quizá la película más ambiciosa a nivel narrativo del artista francés. Bruno Dumont está como una regadera y expande su cosmología personal añadiendo, orgulloso, su cromo de Jeanne d’Arc. Bienvenida sea una segunda mitad y que el bueno de Bruno vuelva a ser la envidia de todo el colegio; el rey del patio.