La película inaugural muestra verdadera ambición en su exploración de los fantasmas ficticios y reales de la vida pero sus excesivos ritmo y brusquedad deshilachan la sábana
Un fantasma es, acorde a la segunda acepción del diccionario, una imagen o idea irreal creada por la imaginación, especialmente la que está impresa en la memoria de forma atormentadora y ésta idea la viga maestra sobre la que se erige la película que inauguró la 70ª edición del Festival de Cannes, Les fantômes d’Ismaël. El nuevo film de Arnaud Desplechin propone una serie de hilos de sábana blanca (por aquello de los fantasmas) que se entrelazan formando un ovillo sobre la figura de Ismaël (Mathieu Amalric). Este excéntrico director verá cómo su vida queda patas arriba tras el regreso de sus ex mujer Carlota (Marion Cotillard), quién desapareció hace veinte años sin previo aviso.
En un primer momento, se podría entender que Carlota es la única presencia fantasmagórica del filme, un inesperado regreso del primer amor que reabrirá heridas y atormentará la nueva vida que Ismaël ha tejido con Sylvia (Charlotte Gainsbourg), una solitaria astrofísica, en un resumen del discurso que presentó Andrew Haigh en 2015 con su extraordinaria 45 años. Sin embargo, la obra de Desplechin se desdobla, llenándose de ecos y reflejos hasta caer en la paranoia y,como comúnmente se dice, ver fantasmas en todos lados pues no sólo es Carlota el fantasma del primer amor de Ismaël (en sentido literal pues la creía muerta y en sentido poético), el de la hija muerta de un padre, aquel que sacará a la luz los miedos de Sylvia o incluso el fantasma que ha de recuperar su condición legal de persona viva en la burocracia actual. También, como si de un gran espejo se tratara, los muestra a ellos como fantasmas de la propia Carlota, en especial la oscura figura de su padre, el famoso director Bloom. La radicalidad de la propuesta de Desplechin y sus co-guionistas, Léa Mysius y Julie Peyr, alcanza incluso el aspecto metacinematográfico puesto que el propio Ismaël se encuentra rodando una obra inspirada en la figura de su propio hermano, Iván (Louis Garrel), del cual poco o nada se sabe y al que dibuja como un espía del cuerpo diplomático que acaba en los más recónditos rincones del mundo… Un fantasma real, si acaso no busca eternizar la figura del hermano ausente del mismo modo que lo hace con la figura de su padre, tomando para ello la figura de su mentor y suegro.
Todo ello se asienta visualmente en un cuidado uso del espacio (columnas, escaleras, etc.), los objetos y la ropa (los personajes en su condición simbólica de fantasmas visten con tonalidades blancas) Sin embargo, Les fantômes d’Ismaël no soporta bien su propia ambición y su ritmo excesivo y alocados cambios tonales (del drama a la comedia más hilarante pasando por ser un filme de espías) hacen que narrativamente se deshilache su trama caleidoscópica, dificultándole al espectador el entendimiento profundo de las relaciones propuestas, al menos en un primer visionado. Pese a todo, del mismo modo que las obsesiones vuelven y vuelven a Desplechin y los fantasmas regresan persistentemente a sus personajes, Les fantômes d’Ismaël merece una segunda oportunidad. Ya sea por parte del espectador o en la sala de montaje.